«No trabajéis por crecer y ascender, trabajad por haceros pequeños y disminuir, de tal manera que os coloquéis a la altura de los pobres, para estar con ellos, vivir con ellos y morir con ellos» Cartas del Padre Chevrier, carta 114
El sacerdote es un hombre desnudo, el sacerdote es un hombre crucificado, el sacerdote es un hombre comido.
Estamos en la Navidad de 1856 en Lyon, Francia. Antonio Chevrier, sacerdote sencillo y celoso, vicario parroquial de la Parroquia de San Andrés, inquieto ante un desfase entre las necesidades evangelizadoras y las circunstancias pastorales de su época, recibe una “gracia místico apostólica”. Su existencia de pastor experimentará un nuevo rumbo: la contemplación del Verbo encarnado en la pobreza por amor “es una gracia del conocimiento de Jesucristo para la misión”. La luz radiante del misterio de la encarnación irrumpe, silenciosa y transformadora, en su corazón e ilumina su inteligencia apostólica. El Verbo eterno viene en la carne “a buscar lo que estaba perdido”.
Seducido por la belleza y bondad del Hijo, que viene al encuentro de los hombres en pobreza y humildad, el joven sacerdote se decide a seguirlo “más de cerca” para ir a los pobres y “alejados” de la Iglesia de su tiempo.
Sacerdote Diocesano Misionero en su Propia Diócesis
Antonio Chevrier –a partir de entonces– no puede dejar de reconocer a Cristo en los rostros de los pobres y “alejados” de la ciudad y quiere llevarles al conocimiento, en decir, a la experiencia de Cristo.
En búsqueda de caminos misioneros en la propia diócesis, funda una obra catequizadora y humanizante para niños y jóvenes que las parroquias no atendían por las condiciones de empobrecimiento y “alejamiento” en que vivían estos grupos. Encuentra, en el corazón mismo de una barriada marginal, un antiguo salón de baile de mala fama que se llamaba “El Prado”. Había un letrero que decía: “se renta o se vende”.
Descubre en ese sitio una fuerte llamada para evangelizar a los pobres y “alejados” de la propia diócesis. En el fondo, la llamada más profunda era la de iniciar la formación de sacerdotes y catequistas, “sacerdotes pobres para las parroquias”, enraizados en el conocimiento de Jesucristo, adheridos a él. Sacerdotes según el Evangelio que fuesen apóstoles y misioneros entre los más pobres en una unidad de vida. Unificados en Jesucristo como discípulos y apóstoles. Es posible, se decía a sí mismo Antonio Chevrier, “mediante el estudio de Jesucristo y la oración asidua” conocer vitalmente a Jesucristo y hacerlo no sólo contemporáneo por medio de su Espíritu, sino dejar, por este trabajo del estudio espiritual del Evangelio –en el Espíritu- que Cristo habite por la fe en nuestros corazones.
La espiritualidad del P. Chevrier, sacerdote de la diócesis de Lión, que perteneció a la Tercera Orden Franciscana y fundó el Instituto del Prado, es muy afín a la de San Francisco de Asís en el amor a la pobreza, la fraternidad y la minoridad, el servicio a los más pobres y desamparados de la sociedad, como se refleja en la preciosa homilía de Juan Pablo II. Fuente: DIRECTORIO FRANCISCANO
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