Jesucristo Glorificado

Oración a Jesucristo Glorificado

Bendito, Alabado y Amado Jesucristo Señor Dios Nuestro, que Resucitaste por Obra del Padre , con el Aliento del Espíritu Santo, Dador de Vida, Transfigurándote en el Cuerpo Glorioso de la Vida Eterna, Ayúdame en Mi camino de Santidad, para que como Tú, Señor Jesucristo, Yo (nombre y apellidos) Resucite por el Padre, con el Aliento del Espíritu Santo y Obtenga la Gracia de Dios Padre, para Transfigurar Mi Alma, en el Cuerpo Glorioso de la Vida Eterna, Acompañado Siempre, de la Altísima Madre Virgen Santa María, y de la Altísima-Santísima trinidad.  Amén

Gracias Jesucristo Glorificado, Gracias

Gloria a Dios en el cielo,
y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor.

Por tu inmensa gloria te alabamos,
te bendecimos, te adoramos,
te glorificamos, te damos gracias,
Señor Dios, Rey celestial,
Dios Padre todopoderoso Señor,
Hijo único, Jesucristo.

Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre;
tú que quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros;
tú que quitas el pecado del mundo,
atiende nuestra súplica;
tú que estás sentado a la derecha del Padre,
ten piedad de nosotros;
porque sólo tú eres Santo,
sólo tú Señor, sólo tú Altísimo, Jesucristo,
con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre.

Amén.

 

 

Definiciones de la Glorificación de Jesucristo 

1. «Nosotros —enseña el apóstol san Pablo— somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas» (Flp 3, 20-21).

Como el Espíritu Santo transfiguró el cuerpo de Jesucristo cuando el Padre lo resucitó de entre los muertos, así el mismo Espíritu revestirá de la gloria de Cristo nuestros cuerpos. San Pablo escribe: «Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).

2. La fe cristiana en la resurrección de la carne ya desde sus inicios encontró incomprensiones y oposiciones. Lo constata el mismo apóstol san Pablo en el momento de anunciar el Evangelio en medio del Areópago de Atenas: «Al oír hablar de resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: “Sobre esto ya te oiremos otra vez”» (Hch 17, 32).

Esa dificultad se vuelve a presentar también en nuestro tiempo. En efecto, por una parte, incluso quienes creen en alguna forma de supervivencia más allá de la muerte, reaccionan con escepticismo ante la verdad de fe que esclarece este supremo interrogante de la existencia a la luz de la resurrección de Jesucristo. Por otra, hay también quienes sienten el atractivo de una creencia como la de la reencarnación, arraigada en el humus religioso de algunas culturas orientales (cf. Tertio millennio adveniente, 9).

La revelación cristiana no se contenta con un vago sentimiento de supervivencia, aun apreciando la intuición de inmortalidad que se expresa en la doctrina de algunos grandes buscadores de Dios. Además, podemos admitir que la idea de una reencarnación brota del intenso deseo de inmortalidad y de la percepción de la existencia humana como «prueba» con miras a un fin último, así como de la necesidad de una purificación completa para llegar a la comunión con Dios. Sin embargo, la reencarnación no garantiza la identidad única y singular de cada criatura humana como objeto del amor personal de Dios, ni la integridad del ser humano como «espíritu encarnado».

3. El testimonio del Nuevo Testamento subraya, ante todo, el realismo de la resurrección, también corporal, de Jesucristo. Los Apóstoles atestiguan explícitamente, remitiéndose a la experiencia que vivieron en las apariciones del Señor resucitado, que «Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de aparecerse (…) a los testigos que Dios había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos» (Hch 10, 40-41). También el cuarto evangelio subraya este realismo, por ejemplo, cuando nos narra el episodio del apóstol Tomás, a quien Jesús invitó a meter el dedo en el lugar de los clavos y la mano en el costado atravesado del Señor (cf. Jn 20, 24-29); y en la aparición que tuvo lugar a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús resucitado «tomó el pan y se lo dio; y de igual modo el pez» (Jn 21, 13).

Ese realismo de las apariciones testimonia que Jesús resucitó con su cuerpo y con ese mismo cuerpo vive ahora al lado del Padre. Ahora bien, se trata de un cuerpo glorioso, ya no sujeto a las leyes del espacio y del tiempo, transfigurado en la gloria del Padre. En Cristo resucitado se manifiesta el estadio escatológico al que, un día, están llamados a llegar todos los que acogen su redención, precedidos por la Virgen santísima, que «terminado el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste» (Pío XII, constitución apostólica Munificentissimus Deus, 1 de noviembre de 1950: DS 3903; cf. Lumen gentium, 59).

4. Remitiéndose al relato de la creación, recogido en el libro del Génesis, e interpretando la resurrección de Jesús como la «nueva creación», el apóstol san Pablo puede, por consiguiente, afirmar: «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida» (1 Co 15, 45). En efecto, la realidad glorificada de Cristo, por la efusión del Espíritu Santo, es participada de modo misterioso pero real también a todos los que creen en él.

Así, en Cristo, «todos resucitarán con los cuerpos de que ahora están revestidos» (IV concilio de Letrán: DS 801), pero nuestro cuerpo se transfigurará en cuerpo glorioso (cf. Flp 3, 21), en «cuerpo espiritual» (1 Co 15, 44). San Pablo, en la primera carta a los Corintios, a los que le preguntan: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?» responde usando la imagen de la semilla que muere para abrirse a una nueva vida: «Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. (…) Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. (…) En efecto, es necesario que este cuerpo corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad» (1 Co 15, 36-37. 42-44. 53).

Ciertamente —explica el Catecismo de la Iglesia católica—, el «cómo» sucederá eso «sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo» (n. 1000).

En la Eucaristía Jesús nos da, bajo las especies del pan y del vino, su carne vivificada por el Espíritu Santo y vivificadora de nuestra carne con el fin de hacernos participar con todo nuestro ser, espíritu y cuerpo, en su resurrección y en su condición de gloria. A este respecto, san Ireneo de Lyon enseña: «Porque de la misma manera que el pan, que proviene de la tierra, después de recibir la invocación de Dios, ya no es un pan ordinario, sino la Eucaristía, constituida de dos cosas: una celeste, otra terrestre, así nuestros cuerpos, al recibir la Eucaristía ya no son corruptibles, puesto que tienen la esperanza de la resurrección» (Adversus haereses, IV, 18, 4-5).

5. Todo lo que hemos dicho hasta aquí, sintetizando la enseñanza de la sagrada Escritura y de la Tradición de la Iglesia, nos explica por qué «el credo cristiano (…) culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 988). Con la encarnación el Verbo de Dios asumió la carne humana (cf. Jn 1, 14), haciéndola partícipe, por su muerte y resurrección, de su misma gloria de Unigénito del Padre. Mediante los dones del Espíritu y de la carne de Cristo glorificada en la Eucaristía, Dios Padre infunde en todo el ser del hombre y, en cierto modo, en el cosmos mismo el deseo de ese destino. Como dice san Pablo: «La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios (…), con la esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm 8, 19-21).

¿Cuál es la diferencia entre resurrección y reencarnación?

Algunas personas creen en la doctrina de la reencarnación. Incluso algunos cristianos llegan a compartir esa creencia, confundiéndola a veces con la doctrina de la resurrección. Pero si comparamos esas dos doctrinas, entenderemos que una no tiene nada que ver con la otra, sino que ambas se excluyen.

La resurrección significa resurgir, volver a la vida. De este modo, Jesús resucitó porque murió y, al tercer día, volvió a vivir en el mismo cuerpo (observa que su cuerpo había desaparecido del sepulcro: cf. Mt 28,5-7; Mc 16,6; Lc 24,3-4 y Jn 20,1-9), aunque ese cuerpo se haya vuelto glorioso, pudiendo ser tocado (Jn 20,17.27) y también atravesar puertas y paredes sin la necesidad de que se abrieran o se derrumbaran (Jn 20,19). El cuerpo de Jesús resucitado es un cuerpo semejante al que recibiremos al final de los tiempos.

Reencarnación significa volver a encarnar, materializarse nuevamente. Es una doctrina espiritista, que no posee ninguna base bíblica, ni encuentra amparo en la Tradición y el Magisterio de la Iglesia; por lo tanto, no puede ser aceptada por ningún cristiano.

La doctrina de la reencarnación afirma que el espíritu del fallecido asumirá un nuevo cuerpo para fines de purificación, es decir, las sucesivas reencarnaciones de un espíritu lo hacen alcanzar la perfección al final de este largo proceso, purificándose de esta manera de las culpas y pecados cometidos en las reencarnaciones anteriores.

Algunos pensadores que creen en la reencarnación llegan a afirmar otras dos aberraciones: que el espíritu humano puede reencarnarse en el cuerpo de algún animal o vegetal y que cuando un espíritu alcanza la perfección puede transformarse en dios.

La reencarnación es un absurdo para el cristiano por varios motivos:

En Hb 9,27 leemos que “ del mismo modo que está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio”. Eso significa que después de nuestra muerte recibiremos el veredicto final de Dios: o estamos salvados o seremos condenados; y si somos condenados, no habrá otra oportunidad (reencarnación) para llegar a la perfección.

En Lc 23,43 leemos que Jesús afirmó al buen ladrón que fue crucificado con Él: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Por la doctrina del Espiritismo, a pesar de ser un buen ladrón, este no estaría totalmente purificado – pues había robado – y necesitaría encarnarse nuevamente. Sin embargo, Jesús le da la sentencia final: está salvado.

Los escritores del Nuevo Testamento afirman que Jesús murió por nuestros pecados, venció a la muerte y, así, nos garantizó la vida eterna. Ahora, si existiera la reencarnación, ¿para qué necesitaríamos de un redentor? Nosotros mismos, por nuestros propios méritos alcanzaríamos la perfección y la salvación como Jesús. Luego, la reencarnación mina la base del Cristianismo que es aceptar a Jesús como verdadero Dios y hombre.

La Biblia también afirma que los justos heredarán el Reino de Dios, pero los impíos serán arrojados al Infierno, donde habrá llanto y rechinar de dientes. Si la reencarnación fuera posible como afirman los espiritistas, no habría necesidad del infierno porque los impíos y hasta incluso los demonios podrían purificarse de sus malas obras y encontrarían la salvación.

Además de esto, queda la pregunta: ¿Cómo el hombre puede purificarse de las faltas y pecados cometidos en las encarnaciones anteriores si él no posee el más mínimo recuerdo de lo que hizo?

Si esa purificación fuera posible, bastaría desencarnarse lo más rápidamente posible para que no tenga tiempo de cometer nuevas faltas: así alcanzaría la perfección.

Resumiendo, la reencarnación y la resurrección son doctrinas muy distintas. Quien quiere ser cristiano tiene que creer en Jesucristo como Dios y hombre y seguir su Palabra. Y Jesús nunca habló de reencarnación, sólo de resurrección. Confiemos, con sabiduría, en nuestra (única) resurrección final. Por el Padre Félix ; Fuente: https://es.aleteia.org/2015/10/09/cual-es-la-diferencia-entre-resurreccion-y-reencarnacion/

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